Has dirigido un Wagner pero cuando sales del camarín no cesas de pensar en Ravel. Me digo que es una más de tus obsesiones y te dejo ser.
Volvemos del concierto: sigues pensando en Ravel. Pensando en Ravel cocinas y comes. Pensando en Ravel brindamos hasta que me paro y lo busco en el mueble e inserto el CD.
Pero me detienes, me quitas la copa y me pasas una vela para encender. Buscas otras y haces con ellas la forma de una orquesta lista para tocar.
Ven, dices, y me llevas al sitio del director.
Me desnudas pensando en Ravel. Te desnudas. Nos tendemos. Y pones play.
La solitaria fanfarria es el
pianissimo comando de movimiento. Apenas delineando una oscilación, ese vaivén.
Hacemos nuestra la frase musical. Un ruego. Una decisión obstinada. Una escalada de piel.
La flauta es un dedo. El clarinete, la otra mano. El oboe, sus manos. Y siempre bajo la cintura los
tambores.
In crescendo, tempo y suma sin cuartel.
Tu cuerpo en el mío transitando nuestro mantra en do mayor. Toda la sangre en una misma progresión.
Pizzicato de violines, arpas: respiración.
Cuando entran los bronces no pensamos ya en el ritmo: somos un
mezzo forte que se precipita a golpes de cuerdas hacia el
fortíssimo que nos espera más allá.
Así nos sostenemos, suspendidos en el pentagrama con el aliento al borde de la demolición, controlados pero urgentes.
Ardientes.
Tambores, clarinete, oboe, fagot, bronces, maderas, cuerdas y velas adentro y alrededor.
Piú fortissimo.Somos la furia apocalíptica del final, la solemnidad fundacional de Ravel, platillos incluidos, la locura acelerando, estrépito de
big bang y la desintegración.
Nos quedamos luego súbitamente quietos,sorprendidos, de ojos abiertos.
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- ¿También aquí tengo que aplaudirte?
Y tú te ríes, miras tu smoking en el suelo y te sabes libre de tu compostura de director.
Entonces dices no, mi amor. Dices que Wagner se vaya a la mierda, que Ravel debe haber sido un caliente y que yo, solita, sigo siendo tu mejor orquestación.
Maurice Ravel. Bolero.